Hay dos grandes visiones populares de los servicios de inteligencia, una es la cultural, la que nos ha dado el cine y la literatura, que choca con la realidad de que la mayoría de la información de un servicio de inteligencia proviene de fuentes abiertas, a que James Bond pierde mucho si lo viéramos en un despacho estudiándose los presupuestos de otro país.
La otra visión deriva de la utilización histórica y tradicional por las dictaduras y los regímenes totalitarios de sus servicios de información con una finalidad de control político y actuación represiva, en estos casos no cabe hablar de inteligencia, si no de policía política aunque opere bajo otra denominación.
Yo tengo una visión bastante desmitificada y pragmática. Desmitificada porque en un país democrático un servicio de inteligencia constituye una parte más -especializada y diferenciada- de la administración civil y militar. Pragmática porque un servicio de inteligencia tiene una serie de objetivos que para su cumplimiento deben situarse al margen de cuestiones éticas: pagar a confidentes, manipular, chantajear a sujetos para obtener información o colaboración, comprar a gente para lograr concesiones…
Los servicios de inteligencia están obligados a difíciles equilibrios, situándose en un terreno en muchas ocasiones “alegal”, como ciudadanos debemos exigir que su labor este sometida a los controles efectivos y a las garantías necesarias.