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Psicología de la Inteligencia (SI)

Publicado: 06 Dic 2025 14:38
por BigFalcon
Disonancia Cognitiva (León Festinger)

Propongo abrir este hilo para tratar, con cierto rigor, la disonancia cognitiva en el sentido clásico de Festinger y su relevancia en dinámicas sociales (opinión pública, cohesión de grupo, polarización, aceptación o rechazo de mensajes institucionales, etc.). El enfoque aquí es analítico y preventivo: describir un mecanismo psicológico conocido y cómo puede observarse en fenómenos colectivos, sin convertirlo en un “manual” para influir de forma abusiva.

La disonancia cognitiva, en términos sencillos, es la tensión que aparece cuando una persona mantiene creencias, valores o una autoimagen (“soy justo”; “no me engañan”; “mi grupo es moral”) que entran en conflicto con conductas propias o con información que las contradice. Esa tensión resulta desagradable y, por tanto, existe una tendencia a reducirla. El punto decisivo es que esa reducción no tiene por qué darse mediante un ajuste honesto de creencias; con frecuencia se produce mediante racionalización, negación, minimización, atribución externa de culpa o evitación de información que reabra el conflicto.

Trasladado al plano social, el mecanismo se vuelve especialmente relevante porque la disonancia rara vez es “pura” y privada: suele ir acompañada de costes reputacionales, presión del entorno y necesidad de pertenencia. Dicho de otro modo: no solo está en juego “tener razón”, sino mantener una identidad y una posición dentro de un colectivo. A partir de ahí se entiende por qué, en contextos de alta tensión política o cultural, ciertos relatos prosperan no tanto por su valor explicativo, sino por su capacidad de resolver disonancias de forma emocionalmente satisfactoria.

En la práctica, cuando se observan campañas o dinámicas que explotan este fenómeno (por actores muy diversos: grupos militantes, comunicadores, estructuras partidarias, entornos de propaganda, etc.), suele detectarse una secuencia bastante estable:

Puesta en primer plano de una incoherencia.

Se insiste en contradicciones entre discurso y experiencia (“dicen X, pero ocurre Y”), o entre normas compartidas y resultados percibidos. El efecto no es meramente informativo: se incrementa la sensación de agravio, desconcierto o humillación, es decir, el componente afectivo de la disonancia.

Oferta de un cierre narrativo.

Dado que la disonancia pide resolución, se proporciona una explicación relativamente simple y totalizante que “ordena” el malestar (un responsable claro, una causalidad única, una lectura moral inmediata). No es imprescindible que sea exacta; basta con que sea psicológicamente resolutiva.

Conversión del cierre en identidad.

El relato deja de presentarse como hipótesis discutible y pasa a funcionar como marcador identitario (“los que lo ven” frente a “los que no”). En ese punto, corregir la creencia no se vive como una mejora cognitiva, sino como una pérdida de estatus, una deslealtad o una renuncia a la pertenencia.

Incremento del compromiso.

Los compromisos públicos (posicionamientos, adhesiones, acciones visibles) elevan el coste de rectificar. Cuanto mayor ha sido el coste asumido (tiempo, dinero, reputación, conflictos personales), más fuerte suele ser la tendencia a justificar la decisión inicial para evitar el reconocimiento de error. Aquí encaja muy bien la idea de la justificación del esfuerzo asociada a la tradición de Festinger.

Reducción de exposición a material disonante.

El ecosistema informativo se “ordena” para proteger el cierre: se desacreditan sistemáticamente fuentes externas, se sanciona la duda y se interpreta cualquier incomodidad como ataque del adversario. El resultado típico es la consolidación de burbujas y la disminución de correcciones internas.



Lo importante, a mi juicio, es que este proceso no requiere que la población sea “ignorante”, sino que esté sometida a condiciones habituales: incertidumbre, amenaza, vergüenza pública, necesidad de reconocimiento. En escenarios así, el relato que más se difunde no siempre es el más verdadero, sino el que mejor reduce disonancia con el menor coste psicológico inmediato.

Desde una perspectiva de resiliencia cívica (no de confrontación), la contramedida principal no es “ganar debates”, sino disminuir el precio de la rectificación y elevar la tolerancia social a la duda: separar identidad de postura, permitir correcciones sin humillación, y mantener canales de información diversos. Donde rectificar equivale a quedar socialmente destruido, la gente se vuelve predeciblemente rígida. Donde rectificar es aceptable, la presión de la disonancia pierde poder político.


Teoría de la Identidad Social (Henri Tajfel y Jhon C. Turner

la Teoría de la Identidad Social asociada a Henri Tajfel y desarrollada posteriormente con John C. Turner (década de 1970), porque explica con bastante economía fenómenos que, en debates públicos, suelen describirse de forma imprecisa como “tribalismo”, “polarización” o “gente irracional”.

La tesis de partida es conocida pero a menudo se trivializa: una parte relevante del autoconcepto no es estrictamente individual (“mis rasgos personales”), sino social (“quién soy en virtud de los grupos a los que pertenezco o con los que me identifico”). Esa pertenencia no es decorativa. Cumple funciones psicológicas (orientación, sentido, protección del valor propio) y, por tanto, tiende a defenderse cuando se percibe amenazada.

En su formulación clásica, el mecanismo puede describirse en tres operaciones ordinarias:

Categorización social.

Para manejar complejidad, las personas clasificamos el entorno en categorías (“nosotros/ellos”, “los míos/los otros”, etc.). Esto no implica hostilidad; implica simplificación cognitiva.

Identificación.

En ciertos contextos, la categoría deja de ser una etiqueta externa y pasa a integrarse en el yo (“soy X”). Aquí aparecen normas, expectativas y criterios de pertenencia.

Comparación social.

Una vez que existe un endogrupo, es habitual evaluarlo en relación con exogrupos. Y aquí entra un punto central de Tajfel: la búsqueda de distintividad positiva. Mantener una imagen relativamente favorable del propio grupo es una vía indirecta de sostener autoestima y seguridad psicológica.



Un resultado empírico importante, y que conviene recordar porque evita explicaciones moralizantes, es el llamado paradigma de “grupos mínimos”: incluso con asignaciones arbitrarias y sin historia previa de conflicto, es posible observar favoritismo endogrupal (preferencias sistemáticas por los “nuestros” en decisiones de reparto o evaluación). La implicación no es que el conflicto sea inevitable, sino que no hace falta una gran doctrina para que aparezcan sesgos intergrupales: basta con que la frontera sea operativa y relevante en una situación.

La contribución de Turner (y lo que suele citarse como Self-Categorization Theory) añade una pieza útil: la identificación grupal no es constante; depende de la saliencia del contexto. En determinadas circunstancias, las personas se auto-describen y actúan menos como individuos diferenciados y más como miembros de una categoría (“lo que hacemos nosotros”, “lo que se espera de nosotros”). Turner describe aquí procesos como la despersonalización en sentido técnico: no es pérdida de identidad, sino desplazamiento desde rasgos idiosincráticos hacia un prototipo del grupo (qué cuenta como un “verdadero” miembro, qué actitudes son normativas, qué señales son reconocidas como lealtad).

Desde este marco se entienden mejor varios fenómenos sociales típicos:

La discusión se desplaza de la pregunta “¿es cierto?” a “¿de quién es eso?” (atribución de mensajes, hechos o fuentes a bandos).

Las críticas se viven como ataques identitarios (“nos atacan a nosotros”), incluso cuando son críticas puntuales y verificables.

Se vuelve frecuente la vigilancia interna del “prototipo”: disputas por autenticidad, acusaciones de tibieza, exigencias de pureza moral o ideológica.

Aumenta la homogeneización del exogrupo: se atribuyen a “ellos” intenciones y rasgos estables (“son así”), y se interpreta la conducta del individuo como expresión de la esencia del grupo.

En escenarios extremos, la pertenencia funciona como atajo epistemológico: la credibilidad depende de la afiliación, no del contenido.

Esto no significa, conviene subrayarlo, que toda pertenencia sea patológica ni que toda polarización sea “solo identidad”. Significa que, cuando la identidad social domina el marco, la racionalidad que organiza la conducta es intergrupal: proteger estatus, cohesión y valor colectivo se vuelve el criterio principal, y la evidencia queda subordinada con facilidad.

Enlazándolo con el tema anterior (disonancia cognitiva), la conexión es directa: cuando el yo está vinculado a un grupo, la disonancia no es únicamente “creencia vs. hecho”, sino identidad vs. hecho. Por ejemplo: “mi grupo es competente/moral” frente a evidencia de errores o abusos. La reducción de esa disonancia tenderá a favorecer salidas que preserven al endogrupo (justificación, minimización, desplazamiento de culpa, redefinición moral del acto), porque admitir de forma abierta el fallo no amenaza solo una idea: amenaza el lugar propio dentro del colectivo.